En nuestras consultas, frecuentemente atendemos a niños, jóvenes e incluso adultos que, pese a tener una inteligencia completamente normal, se enfrentan a dificultades con las palabras. Les resulta complicado leer, escribir y, en algunos casos, entender textos. Uno de los diagnósticos más comunes en estas situaciones es la dislexia. Aunque a menudo se confunde con simplemente «leer mal», en realidad es un tema más complicado.
Recuerdo particularmente el caso de Marcos, un niño de 9 años que fue referido a nuestra consulta por su escuela. La profesora comentaba: “Parece inteligente, pero no avanza”. Mientras todos sus compañeros leían con fluidez, Marcos se encontraba deletreando palabra por palabra, cometiendo errores de omisión, confundiendo letras y su escritura era difícil de entender. Sin embargo, cuando le contabas un cuento, podía recordarlo con gran detalle. Y si le planteabas un problema matemático de forma oral, lo resolvía rápidamente. Pero leer. . . eso representaba un desafío distinto.
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¿Qué es en realidad la dislexia?
La dislexia es un trastorno específico del aprendizaje que tiene un origen neurobiológico y afecta principalmente a la capacidad de leer, y a veces también a escribir. No tiene relación con la inteligencia ni con problemas sensoriales o emocionales. Además, no es una simple «fase» del crecimiento. Es una dificultad persistente que necesita intervención.
Desde un punto de vista cognitivo, comprendemos que la dislexia implica un déficit en el procesamiento fonológico; es decir, en la habilidad de asociar correctamente los sonidos del habla (fonemas) con sus representaciones escritas (grafemas).Esto hace que leer no se automatice, convirtiendo la lectura en un proceso lento y lleno de errores.
En el aspecto conductual, vemos que este tipo de dificultad genera frustración. Y como suele suceder, la frustración continua lleva a la evitación. Muchos niños con dislexia prefieren no leer, se distraen, dicen que «no les gusta», cuando en realidad lo que sienten es que les resulta difícil. Esto provoca un círculo vicioso: al leer poco, no mejoran; y al no mejorar, leen aún menos.
¿Cómo lo evaluamos?
La evaluación de la dislexia no se realiza en cinco minutos ni con una sola prueba. Primero, recopilamos información del ambiente: la escuela, la familia y el historial médico. Luego, aplicamos pruebas estandarizadas para valorar la lectura, la conciencia fonológica, la memoria verbal de trabajo, la velocidad de denominación automática y la escritura.
Con Marcos, hicimos todo eso. Los resultados respaldaron nuestras sospechas: tenía una conciencia fonológica muy baja para su edad y su lectura era silábica, lenta y poco precisa. También tenía mucha dificultad para escribir palabras que se le dictaban. Sin embargo, su razonamiento lógico, comprensión oral e inteligencia general estaban en el rango normal. Era, sin duda, un caso de dislexia.
¿Qué hacemos en ese caso?
En el caso de Marcos, como en muchos otros, el enfoque del tratamiento fue evidente: se utilizó una intervención psicopedagógica concreta, enfocada en mejorar las habilidades fonológicas y de escritura.
Desde el aspecto conductual, lo primero que hicimos fue establecer una rutina de trabajo positiva. No se trataba de «forzarlo a leer» sin más. Comenzamos por alentar sus esfuerzos, no solo enfocándonos en los resultados. Celebramos los pequeños logros y creamos un ambiente donde los errores no fueran motivo de burla o crítica, sino un componente del aprendizaje.
Desde el enfoque cognitivo, creamos un plan de entrenamiento fonológico intensivo. Incluimos ejercicios para segmentar y fusionar fonemas, desarrollar la conciencia silábica y reconocer rimas y aliteraciones. Todo esto fue acompañado de lecturas guiadas y repetidas con textos adaptados a su nivel, que íbamos aumentando gradualmente.
También colaboramos con la familia. Porque a veces los padres, sin intención, empeoran la situación con comentarios como «no se esfuerza» o «su hermano leía perfectamente a su edad». Les explicamos que las comparaciones no aportan y que es mejor reforzar los logros específicos. Que leer un solo párrafo sin errores puede ser un gran triunfo. Y que la autoestima académica se construye de esa manera, poco a poco.
¿Qué dice la investigación?
Está claro que las intervenciones más efectivas para la dislexia son aquellas que se fundamentan en el modelo fonológico del aprendizaje de la lectura (Snowling, 2000; Shaywitz, 2003).La lectura no es un proceso que ocurra de forma natural: el cerebro necesita aprender a vincular símbolos con sonidos y a hacer que ese proceso sea automático. Por eso, la práctica repetida y bien estructurada es fundamental.
Un metaanálisis de Galuschka et al.(2014) revisó más de 1,000 estudios y determinó que los programas que se enfocan específicamente en la conciencia fonológica y en la correspondencia entre grafemas y fonemas son los que producen mejores resultados. Sin embargo, hay que tener cuidado, ya que los métodos «globales» o que solo se centran en la comprensión lectora no son efectivos: es necesario trabajar en las bases.
Y esto no es solo un asunto infantil. Muchos adultos que no fueron diagnosticados en su niñez llevan consigo problemas de lectura y escritura a lo largo de su vida. A veces han desarrollado estrategias compensatorias, pero aún sienten inseguridad. Para ellos, también existen programas de reeducación y entrenamiento que pueden ser de ayuda.
¿Y en la escuela?
Aquí es donde a menudo fallamos. Aunque la dislexia afecta entre el 5% y el 10% de la población (dependiendo del estudio), todavía hay muchos maestros que no logran detectarla o que la confunden con falta de atención o falta de motivación. Es esencial que el sistema educativo esté listo para identificarla y adaptarse a ella.
En el caso de Marcos, conversamos con su docente y el grupo de apoyo. Se creó un plan personalizado: más tiempo para practicar la lectura en voz alta, menor importancia en la ortografía durante las evaluaciones (aunque seguíamos trabajando en ello en las sesiones), y la opción de presentar trabajos orales cuando fuera posible.
Esto contribuyó significativamente a disminuir su ansiedad.

¿Cómo finalizó la historia?
Tras varios meses de esfuerzo, Marcos comenzó a progresar. No fue un cambio inmediato, por supuesto. Pero empezó a leer con mayor confianza, a cometer menos errores, y —lo más crucial— a perder su temor. Hasta empezó a solicitar libros para llevar a casa. Ahora, con 11 años, todavía enfrenta algunas dificultades, pero ya no experimenta vergüenza.
Ha aprendido a leer con dedicación, sí, pero también con satisfacción.
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